Él es un hombre de cuerpo caliente. Ella, una amazona de climas fríos. Él, a los quince años, ya había publicado un libro. Ella a esa edad, corría por los jardines de su casa jugando a las escondidas. Era una leonina enjaulada; él, en cambio, un virginiano serio y consecuente. Ella dibujaba con timidez los rostros de mujeres en carbonilla; con el pulgar sombreaba los párpados de un negro intenso y metálico, que se metía por las arruguitas incipientes de la piel blanca y lechosa. Él prefería acariciar esos rostros palpitantes, que se coloreaban de manera espontánea al simple contacto de sus ojos. Él era puro ojos; ella, unos anteojos ahumados. Él era un mar de papeles sobre los que caminaba como un gato en celo. Ella era la gata en celo. A él, los espejos en el cuarto de vestir de su madre le sugirieron enloquecidos sueños que luego se transformaron en historias que multiplicaron mujeres; ella era la cifra de todas esas mujeres: se la recomendaba su madre. En ella la risa no se opone al sufrimiento, ni el amor al odio, ni la fiesta a la muerte. Él, por su parte, se desgarra interiormente entre varios y posibles caminos abiertos. A ella la acusan de cruel; de él se dice que tiene una atractiva banalidad. Ella es quejosa; él, todo lo deja pasar. Él -como sus personajes- va siempre en un barquito con rumbo desconocido de un lado a otro, y se queda un rato donde encuentra laboratorios que deparan lo incalculable. Ella construye casas en sus historias donde instala a mujeres que están siempre con los ojos abiertos. Él escribe con la técnica del pan rallado: tac, tac, tac, tac, con pasos cortos y un ritmo que se repite. Ella se siente despedazada en tres idiomas; va lento encontrando las palabras y sin dar explicaciones. En las ficciones de él, los personajes duermen y sueñan; en las de ella, comen demasiado. En las de los dos, aman, odian. Él es un humorista socarrón contra lugares comunes y estereotipos sociales; ella se ríe de sí misma; aunque, a veces, llora (pero no lo vemos). Él es un héroe libertario, atraído sin embargo por el poderoso llamado de la sensualidad y la promesa del sexo. Ella hace caso omiso a la tiranía de los bajos instintos y surfea los cuerpos; creen que anticipa el juego de a dos pero en un mismo género. Es una suerte de Greta Garbo destronada, encerrada en un piso de la calle Posadas con una ventana abierta a una calle silenciosa. Él, mientras tanto, viaja; es amante de los puertos a los que ingresa dando zancadas, para disolverse por cuevas subterráneas y perderse en islas salvajes con tecnología muy de avanzada. Ella se quedaría a vivir en la casa de la infancia donde hay portones gigantescos de madera labrada. Él ama el laberinto del delta de Tigre y las canchas de tenis; ella se sienta en su silla dorada, dibuja y lee. Hay ocasiones en que él tiene que cavar un foso para esconder las huellas de sus pecados; ella sabe ocultarse detrás de sus grandes perros de lana larga. Él es una fiera inteligente; ella, una mujer de mente feroz. Él inventa historias desaforadas sobre la posibilidad de desarrollar hijos carbónicos o clones. Ella tiene terror a reproducirse y ver en otro su misma cara y sus manos y sus ojos. La prosa de él es infinitamente clara y luminosa. Cada frase de ella es como un precipicio hacia un lecho lleno de piedritas y espejitos. Él tuvo con otra mujer una hija a quien llamó Marta (como su madre) y ella crió a esa hija de él y la llenó de caricias. Ella tuvo que morir antes, pero le dijo: “Sé que me quisiste más que a nadie, porque siempre volviste”. Él murió de amor, de soledad y de viejo un tiempo después y muy lentamente. No dijo palabras últimas y emotivas, porque no era un hombre de tener secretos. Además, fue perdiendo la voz con los años y su recuerdo es el de un susurro: había que hacer un esfuerzo para oírlo. Ella, cuando él ya no estaba, saltó a los escaparates de todas las librerías, sonriendo con los labios apenas abiertos. Al buscarme un nombre, mi mamá pensó en ella. La llevaba a su mesita de luz y dormitaba a su lado en la serenidad de la espera. “Me llamo Silvina”, le cuento al oído, si la veo en las tapas de libros o en fotos de suplementos literarios. Y ella me saluda con la mano de su voz, tan vacilante y pequeña.                            

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